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domingo, 28 de agosto de 2016

EPISODIO NUEVE: CUANDO TU VIDA CABE EN UNA FOTO DE 10 X 15


Recuerdos de los compañeros
Y pensar que en esa envejecida foto está resumido todo lo que fuimos y fuera de sus márgenes gime una vasta interrogante.


En este tiempo del imperio de los selfis que perpetúan hasta el más efímero de los instantes, ahora que ese artilugio de nuestros bolsillos que es nuestro teléfono celular se ha convertido en la retina expandida más allá del hoy, sorprende retrotraerse a una época en la que apenas si era una muy esporádica fotografía la que te permitía atesorar tus recuerdos. 

Tal es el drama que se me hace evidente ahora que una memoriosa fotografía de promoción de la primaria del colegio Alejandro Deustua ha recorrido los siete mares del bravío tiempo y encapsulada en una vidriosa botella llega hasta mis enarenados días como la respuesta a una súplica de un náufrago en su densamente poblada isla del olvido.

Aquel día de mi lejana infancia debió parecernos toda una aventura pues la foto nos retrata en la fachada del colegio, en plena calle, y poder atravesar la puerta aún en el horario de clases, algo que teníamos en absoluto prohibido hasta la hora de salida, seguramente nos produjo una indescriptible emoción. Era como experimentar brevemente el aire puro de la libertad. Era la forma cómo eligió la vida poner frente a nuestros tiernos ojos el anticipo de un écran de la realidad que nos aguardaba. 

El gran ausente de la escena es obviamente el fotógrafo. El tiempo ha olvidado su trípode irguiéndose sobre la pista como una amenaza del poder evocador que estaba a punto de conjurar. No ha quedado tampoco rastro alguno de la cámara que atrapó ese rectángulo de tiempo. Ni de los ademanes del fotógrafo frente a nosotros para reducirnos a esa breve geometría. Ni del imparpadeo de su ojo al presionar el disparador que sentenció ese momento para la posteridad. Pero se me ocurre que quizá otro ojo detrás del fotógrafo, el de un peatón curioso, se detuvo allí aquel lejano día para ejecutar la redundancia de mirar al que nos miraba. Y tiene en su retina la imagen completa de esa estampa incompleta. Y en el desvarío del sueño, entre relampagueantes imágenes sin sentido, una mente anónima quizá puede concebir lo inconcebible. 

Los retratados estamos en manga corta y en esa brevedad de ropas frente a la intemperie se diría que quedó atrapado el buen tiempo de ese día bajo el cielo de Magdalena. Detrás, la fachada del colegio es como una gallina que envuelve a sus pollitos retardando un desenlace que no quiere. Y la herrumbre de sus ventanas, la sabia pupila de una madre enternecida. En el centro de la fotografía posan nuestros profesores pero se trata de un centro ilusorio. Cuando eres tú mismo quien forma parte de una tierna historia y tienes a tus compañeros de infancia rodeándote, el centro está donde están tus ojos. Allí donde te lleva la mente. Y tu corazón. 

Naturalmente los más de treinta años transcurridos desde que egresé de la primaria han hecho estragos en mi memoria. La desaprensiva hoz del olvido dejó tras su paso una capa polvorienta donde verdeaba mi infancia. Incluso me miro a mí mismo y me pregunto si acaso alguna vez fui realmente ese niño de la pálida foto, si acaso no soy ahora alguien que solo compartió el espejo de un cuerpo para diluirse en otra vana sombra.   

De cualquier modo ahí está la opaca verdad de esa fotografía retratando con todo su silencio la bulliciosa infancia de una generación. Y estas no menos opacas líneas también enmudecen en sus vocales en su vano intento de descifrar sus miradas, siendo como son, el enigma de un alfabeto que soy incapaz de escribir. En una cóncava interrogante me refugio y a ella le imploro desbordarse más allá de los márgenes de la foto aquella para preguntarle a la rosa de los vientos en qué direcciones del ancho y ajeno mundo se deshoja la vida de mis compañeros de carpeta, si acaso quizá el destino tuvo la ironía de que alguno me diera el vuelto en una indolente compra o el semáforo nos entregó el mismo verde para caminar juntos en la distancia más absurda de todas, si son los leales astronautas que bajo el cielo de Magdalena nos prometimos ser y están más cerca de las estrellas de lo que me deja ver mi sobria ventana, si la nostalgia se empoza también en sus ojos y el solitario charco de sus llantos pueden junto al mío compartir el mismo profundo pesar por los tiempos idos.


Veo enternecido el rectángulo de la foto y se parece tanto al horizonte que busca a mis compañeros con la mirada. Pero puede que también al agujero del sepulcro donde yacerás al pie del olvido de los otros. 

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