Y pensar que en esa envejecida foto está resumido todo lo que fuimos y fuera de sus márgenes gime una vasta interrogante.
|
En este tiempo del imperio de los selfis que perpetúan hasta el
más efímero de los instantes, ahora que ese artilugio de nuestros bolsillos que
es nuestro teléfono celular se ha convertido en la retina expandida más allá
del hoy, sorprende retrotraerse a una época en la que apenas si era una muy esporádica
fotografía la que te permitía atesorar tus recuerdos.
Tal es el drama que se me hace evidente ahora que una memoriosa fotografía
de promoción de la primaria del colegio Alejandro Deustua ha recorrido los
siete mares del bravío tiempo y encapsulada en una vidriosa botella llega hasta
mis enarenados días como la respuesta a una súplica de un náufrago en su
densamente poblada isla del olvido.
Aquel día de mi lejana infancia debió parecernos toda una
aventura pues la foto nos retrata en la fachada del colegio, en plena calle, y
poder atravesar la puerta aún en el horario de clases, algo que teníamos en
absoluto prohibido hasta la hora de salida, seguramente nos produjo una
indescriptible emoción. Era como experimentar brevemente el aire puro de la
libertad. Era la forma cómo eligió la vida poner frente a nuestros
tiernos ojos el anticipo de un écran de la realidad que nos
aguardaba.
El gran ausente de la escena es obviamente el fotógrafo. El
tiempo ha olvidado su trípode irguiéndose sobre la pista como una amenaza del
poder evocador que estaba a punto de conjurar. No ha quedado tampoco rastro alguno
de la cámara que atrapó ese rectángulo de tiempo. Ni de los ademanes del
fotógrafo frente a nosotros para reducirnos a esa breve geometría. Ni del
imparpadeo de su ojo al presionar el disparador que sentenció ese momento para
la posteridad. Pero se me ocurre que quizá otro ojo detrás del fotógrafo, el de
un peatón curioso, se detuvo allí aquel lejano día para ejecutar la redundancia
de mirar al que nos miraba. Y tiene en su retina la imagen completa de esa
estampa incompleta. Y en el desvarío del sueño, entre relampagueantes imágenes
sin sentido, una mente anónima quizá puede concebir lo inconcebible.
Los retratados estamos en manga corta y en esa brevedad de ropas
frente a la intemperie se diría que quedó atrapado el buen tiempo de ese día
bajo el cielo de Magdalena. Detrás, la fachada del colegio es como una gallina
que envuelve a sus pollitos retardando un desenlace que no quiere. Y la
herrumbre de sus ventanas, la sabia pupila de una madre enternecida. En el
centro de la fotografía posan nuestros profesores pero se trata de un centro
ilusorio. Cuando eres tú mismo quien forma parte de una tierna historia y
tienes a tus compañeros de infancia rodeándote, el centro está donde están tus
ojos. Allí donde te lleva la mente. Y tu corazón.
Naturalmente los más de treinta años transcurridos desde que
egresé de la primaria han hecho estragos en mi memoria. La desaprensiva hoz del
olvido dejó tras su paso una capa polvorienta donde verdeaba mi infancia. Incluso
me miro a mí mismo y me pregunto si acaso alguna vez fui realmente ese niño de
la pálida foto, si acaso no soy ahora alguien que solo compartió el espejo de
un cuerpo para diluirse en otra vana sombra.
De cualquier modo ahí está la opaca verdad de esa fotografía retratando
con todo su silencio la bulliciosa infancia de una generación. Y estas no menos
opacas líneas también enmudecen en sus vocales en su vano intento de descifrar
sus miradas, siendo como son, el enigma de un alfabeto que soy incapaz de
escribir. En una cóncava interrogante me refugio y a ella le imploro desbordarse
más allá de los márgenes de la foto aquella para preguntarle a la rosa de los
vientos en qué direcciones del ancho y ajeno mundo se deshoja la vida de mis
compañeros de carpeta, si acaso quizá el destino tuvo la ironía de que alguno
me diera el vuelto en una indolente compra o el semáforo nos entregó el mismo verde
para caminar juntos en la distancia más absurda de todas, si son los leales astronautas
que bajo el cielo de Magdalena nos prometimos ser y están más cerca de las
estrellas de lo que me deja ver mi sobria ventana, si la nostalgia se empoza
también en sus ojos y el solitario charco de sus llantos pueden junto al mío
compartir el mismo profundo pesar por los tiempos idos.
Veo enternecido el rectángulo de la foto y se parece tanto al
horizonte que busca a mis compañeros con la mirada. Pero puede que también al agujero
del sepulcro donde yacerás al pie del olvido de los otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario